Celso Román

Nació en Bogotá en 1947. Se graduó como médico veterinario para luego dedicarse al arte y a la literatura, estudiando artes en la Universidad Nacional de Colombia y realizó estudios de postgrado en el Pratt Institute de Nueva York. Ha exhibido sus esculturas en el Museo de Arte Contemporáneo, la Galería San Diego y el Museo de Arte de la Universidad Nacional. Ha sido, además, profesor de Bellas Artes en las universidades Pedagógica, Jorge Tadeo Lozano y Nacional.

Ha publicado Cuentos para tiempos poco divertidos, primer premio en el concurso de la Universidad del Tolima, 1977. Mejor en la montaña, Amadeo, primer premio en el concurso de cuento 90 años de El Espectador, 1978.

Para los niños ha escrito varios libros de cuentos y novela, entre los que se destacan: Los amigos del hombre, Premio Enka, 1979. El pirático barco fantástico, Las cosas de la casa (Premio Aclij, 1988). El maravilloso viaje de Rosendo Bucurú, El hombre que soñaba, De ballenas y de mares, Los Animales Domésticos y Electrodomésticos.

Los dos relatos escogidos hacen parte del libro Las cosas de la casa, editado por Carlos Valencia Editores, en el que se describen con imaginación y poesía el origen y la historia de los diversos elementos que conforman una casa: las tejas, los ladrillos, las puertas, las ventanas, las mesas… en fin, es una poética de las cosas.

OBRAS

El espiritu del paramo

Expedición la mancha

¿Porque el coati tiene manchas en la cola?

El puente está quebrado

Hijos de madre tierra

Los amigos del hombre

Los animales fruteros

El maravilloso viaje de Rosendo Bucuru

El hombre bajo la luna

El supermercado

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Jorge Isaacs

Oriundo de Cali o la ‘sucursal del cielo’, este escritor encontró en María su mayor consagración literaria. Es una de las obras más importantes del siglo XIX en Latinoamérica, en la que la notable narrativa muestra tanto la sociedad vallecaucana como la estructura social de Colombia en ese entonces. Su trabajo también se extiende a la poesía y el periodismo.

Su obra ha sido traducida a más de 30 idiomas, lo que ha permitido que muchos lean y sientan sus palabras llenas de encanto, convirtiéndose en un clásico de la literatura colombiana.

Dentro de los 10 escritores colombianos más votados por los colombianos se destacaron también Fernando Vallejo, William Ospina, Tomás Carrasquilla, José Asunción Silva y Álvaro Mutis respectivamente.

OBRAS

La María

La tierra de Córdoba

La revolución radical en antioquia

Teresa

Mayo

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Triunfo Arciniegas

Escritor colombiano, nacido en Málaga. Magíster en Literatura (Pontificia Universidad Javeriana) y Especialista en Traducción (Universidad de Pamplona). Antes maestro de herrería, zapatero, portero de discoteca, expendedor de una estación de gasolina, librero de fin de semana, maestro de escuela y profesor universitario, ahora se dedica a la escritura, la fotografía, la pintura y otras delicias.

Obtuvo el VII Premio Enka de Literatura Infantil en 1989 con Las batallas de Rosalino, el Premio Comfamiliar del Atlántico en 1991 con Caperucita Roja y otras historias perversas, el Premio Nacional de Literatura de Colcultura en 1993 con La muchacha de Transilvania, el Premio Nacional de Dramaturgia para la Niñez en 1998 con Torcuato es un león viejo, el Premio de Literatura Infantil Parker en 2003 con La negra y el diablo y el Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán en 2007 con Mujeres muertas de amor. Autor recomendado por el Banco del Libro de Venezuela. Además, White Ravens 2014 por El niño gato. Premio Fundación Cuatro Gatos 2014 y Lista de honor IBBY 2016 por Letras robadas. Nominado al Premio Hans Christian Andersen 2018.

CUENTO

CAPERUCITA ROJA 

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos,  siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
            Detuve la bicicleta y desmonté. Me sacudí el polvo del camino y la saludé con respeto y alegría. Caperucita hizo con su chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.            –¿Qué se te ofrece?  ¿Eres el lobo feroz?       Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:            –Quiero regalarte una flor, niña linda.            –¿Esa flor?  No veo por qué.            –Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.            –No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.            Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.            –Mira mi reguero de lágrimas.            –¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.            –No me caí.            –Así parece porque no te veo las heridas.            –Las heridas están en mi corazón –dije.            –Eres un imbécil.        Escupió el chicle con la violencia de una bala y me pareció ver en el polvo una sangrienta herida.            Volvió a alejarse sin despedirse.            Sentí que el polvo del camino era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui al pueblo y me tomé unas cervezas en la primera tienda. «Bonito disfraz», me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Quise despedazarlos como pulgas pero eran más de tres.         Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.           Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.         –¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.           –Estoy de vacaciones, lobo feroz –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?            El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.            –¿Y qué llevas en el canasto?            –Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?            Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.            –Corta un pedazo.        Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.           –Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.            Y me dejó tirado en el camino, quejándome.         Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.           –La receta funciona –dijo–. Voy a venderla, lobo feroz.         Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:            –Cómete a la abuela.            Abrí tamaños ojos.            –Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.            No podía creerlo.            Le pregunté por qué.           Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.         No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.        Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.       Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.            Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.           Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

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Yolanda Reyes

Originaria de Bucaramanga, Santander, es una  amante de los libros que ha dedicado su vida a la promoción de la lectura a través de iniciativas tales como Espantapájaros Taller, colectivo de trabajo del que ha sido directora; en cuanto a la escritura muestra predilección por historias donde los niños son los protagonistas y también sus lectores favoritos. Dirige la colección Nidos para la lectura del sello Alfaguara.

La lista podría seguir y seguir, sin embargo nuestra intención es darles opciones para que tiren el anzuelo a sus pequeños en casa y convertirlos desde ahora en ávidos lectores y ¿por qué no?, futuros escritores dedicados a los más jóvenes.

LIBROS

  • Qué raro que me llame Federico (Mapa de las lenguas) Reyes, Yolanda.
  • Ernestina la gallina. Reyes, Yolanda.
  • El terror de Sexto »B» Reyes Villamizar, Yolanda.
  • Cucú Turdera, Cristian/Reyes, Yolanda.
  • Mi mascota. Yolanda Reyes.
  • LA POÉTICA DE LA INFANCIA. REYES, YOLANDA.
  • Volar. Reyes, Yolanda/ Rosero, Jose (ilus).
  • EL TERROR DE 6º B.

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Rafael Pombo

Nació el 7 de noviembre de 1833 en Bogotá.
Hijo de Lino de Pombo O’Donell y Ana María Rebolledo, pertenecientes a familias de alto abolengo de Popayán.
Formado como matemático se doctoró en Inglaterra.

Después de la guerra civil de 1854 viajó a Washington en donde prestó servicios al gobierno colombiano como secretario de la legación y como encargado de negocios.
Pombo conoció en Estados Unidos los textos de los grandes románticos como KeatsShelley y Poe.
Su popularidad se debe a las antologías de poesías para niños, y sus textos para el público infantil, contenidos en su libro Cuentos pintados y cuentos morales para niños formales (1854).
Sus textos fueron reunidos de forma póstuma en Poesías (1916-1917) y Traducciones poéticas(1917). Es uno de los Poetas colombianos famosos, fabulista y diplomático colombiano del siglo XIX dedicó su vida a la escritura de textos infantiles y poéticos. De hecho, muchos niños colombianos han aprendido a leer con el famoso ‘Rinrín renacuajo’.

Se destacan obras como, Mirringa mirronga y Simón el bobito que forman parte importante de la educación literaria colombiana. Su poema más laureado fue La hora de tinieblas.

CUENTO

LA POBRE VIEJECITA

Érase una viejecita
sin nadita que comer
sino carnes, frutas, dulces, 
tortas, huevos, pan y pez.

Bebía caldo, chocolate,
leche, vino, té y café,
y la pobre no encontraba
qué comer ni qué beber.

Y esta vieja no tenía
ni un ranchito en qué vivir
fuera de una casa grande
con su huerta y su jardín.

Nadie, nadie la cuidaba
sino Andrés y Juan y Gil
y ocho criadas y dos pajes
de librea y corbatín.

Nunca tuvo en qué sentarse
sino sillas y sofás
con banquitos y cojines
y resorte al espaldar

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Jairo Aníbal Niño

Nacido en Moniquirá en el departamento de Boyacá, Jairo Aníbal Niño, se destacó en toda Latinoamérica por libros como ‘Zoro’ ‘La Alegría de querer’. Libros que seguramente muchos conocimos y que nos hicieron enamorarnos, a primera vista, de la poesía para niños.

CUENTO

LOS DONES

Un día nació una brujita y, como ocurre en esos casos, acudieron a verla sus hadas madrinas para hacerle entrega de sus dones.

-¿Qué gracia le concedemos a esta brujita recién nacida? -preguntó una de ellas.

-El don de hacerse invisible -sugirió un hada de rostro alunado.

-Creo que sería más útil para ella si fuera dotada de la habilidad para preparar filtros de amor -sugirió otra de talle de avispa.

-Yo soy de la opinión de que lo que más le conviene es la gracia de adivinar el pensamiento -dijo un hada que lucía en sus dedos anillos de hielo.

-Insisto en que lo más aconsejable es que adquiera la gracia de hacerse invisible -afirmó el hada de la faz de luna.

Mamá bruja se acercó a las hadas y tímidamente dijo:

-Yo deseo que a mi hija le concedan la gracia de volar.

-¿Reclamas para tu hija el don del vuelo? -preguntaron al unísono las hadas.

-Sí. Cuando la llevaba en mi vientre, en vez de pataditas daba aletazos. Por lo tanto, estoy segura de que volar es su mayor anhelo.

-Sea -dijeron en coro las hadas.

A la brujita le concedieron la gracia del vuelo.

Años más tarde y no sin esfuerzos, la brujita llegó a ser la comandante de un bellísimo avión Boeing 767.

FIN

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